miércoles, 23 de noviembre de 2011

ECONOMIA SOLIDARIA


-  Sra. Vicenta, ¿le sobra a Usted un poco de luz?- preguntaba mi abuela María desde el piso inferior a su vecina.
-          Es que aún me queda alguna ropa por planchar y ya he agotado mis kilowatios.
-          Haz uso de ella, María, yo ya no la necesito por hoy- le contestaba la Señora
Luisa desde arriba con tono cariñoso y familiar.
Eran otros tiempos, en los que las vecinas se cuidaban y ayudaban como hermanas y  en los que los niños jugaban juntos con una sola pelota  en el patio de la gran casa de la calle Pata en el Alburquerque de los años 50.
            Por aquel entonces, la dificultad de la vida hacía que las familias tuvieran que tener constantemente apretado el cinturón y la necesidad azuzaba la imaginación de los niños y jóvenes que buscaban la manera de divertirse sin tener que gastar un dinero que no tenían.
            Las cosas han cambiado mucho desde entonces. El desarrollo y la calidad de vida llegó a todos los rincones del país, las familias adquirieron bienestar y poder adquisitivo y las necesidades se fueron haciendo más y más grandes.
Nos imbuyó el capitalismo salvaje, un consumo convulsivo y un afán de tener por encima del ser. Ya no había problemas de solvencia, los bancos hacían préstamos y la sociedad dejó de mirar al prójimo para sentirse autosuficiente e individualista.
            Pero un día llegó la crisis económica y las vacas gordas dejaron de engordar. Ahora, esta generación mía acostumbrada a tenerlo todo antes incluso de pensarlo se ha de replantear de nuevo la vida, sencillamente porque no llegamos a fin de mes.
            Hemos vuelto a la máxima de las tres erres: Reciclar, Reutilizar y Restaurar, todo para no tener que gastar un duro. Así, ahora nos lo pensamos dos veces a la hora de tirar éste u otro objeto que ya no sirve y buscamos la manera de emplearlo para cubrir alguna necesidad.
Reutilizamos las cosas, como por ejemplo la ropa, a la que ahora le damos más usos; los pantalones de la niña los cortamos para que le sirvan al niño, las camisetas que se han quedado pequeñas pasan a ser paños de limpieza y los zapatos vuelven a pasar de los hermanos mayores a los pequeños. Todo es cuestión de ahorrar.
Y también hemos aprendido a Restaurar. Así, si el DVD se estropea, buscamos la manera de arreglarlo en vez de tirarlo y lanzarnos frenéticamente a comprar otro aparato más moderno, más pequeño y sobre todo, más caro.
            Pero fundamentalmente, esta crisis global nos ha vuelto a reeducar, nos ha enseñado a compartir y a volver la mirada a nuestros amigos y vecinos. De esta forma, nos vamos ayudando en esta difícil encrucijada que nos ha tocado vivir, porque nosotros, a diferencia de nuestros padres, no estábamos acostumbrados a tener que tirar de la cuerda.
             Ahora en los corrillos de madres no hablamos del gimnasio ni de masajes ni de la limpieza de cutis sino que buscamos la manera de ayudarnos en las vicisitudes diarias. La ropa pasa ahora por varios niños para que la aprovechen al máximo, las visitas a la casa contigua para pedir una cabeza de ajo se han vuelto habituales y las reuniones para ponernos los tintes y peinarnos en casa han sustituido a los cafés en cualquier bar del pueblo.
            Mi madre siempre dice que esta crisis volverá a poner las cosas en su sitio y si bien es cierto que sus efectos negativos son palpables, quizá nos haga replantearnos la importancia real de las cosas. Porque nos hemos vuelto una sociedad consumista con necesidades innecesarias y a lo mejor es tiempo de volver a la esencia y valorar las cosas en su justa medida.
            Porque la felicidad no está en lo que tenemos sino en lo que somos. Y el ser, la personalidad y la bondad no la dan el dinero ni las propiedades sino el sentirse útil a los demás, conformarnos con lo que tenemos y buscar la belleza no en las cosas sino en las personas.
Quizá es tiempo de volver a los orígenes, de replantearnos la sociedad en la que vivimos y mirar atrás para asimilar aquellas costumbres de nuestros abuelos que nada tiraban y todo lo aprovechaban, que hacían de la camaradería y el compartir su forma de vida y que eran felices a pesar de no tenerlo todo, ¿ o sí lo tenían?.


                                                                                  ANA GAMERO.

jueves, 10 de noviembre de 2011

VIOLETAS PARA OLIVIA

El día que la conocí un volcán entró en mi vida. Su pelo rojo, su mirada vivaracha y su sonrisa resplandeciente inundaron el recinto con una erupción de positivismo, de energía desbordada y de ansias de superación.  Un cierto toque de timidez y el acento dulce del que hacía gala hicieron el resto. Me cautivó.
Llegó con la humildad de la que solo hacen gala los grandes. Quería mi colaboración. Ella. Y aunque por naturaleza suelo ser bastante reservada, mis muros cayeron como por arte de magia en la primera conversación.
Promocionaba su libro. Una novela editada por Planeta que lleva por título “Violetas para Olivia”. Organizamos la presentación y la maquinaria comenzó a funcionar. Empecé a leer la novela con curiosidad y la curiosidad se convirtió en avidez y la avidez en entusiasmo y el entusiasmo en admiración. Hacía mucho tiempo que no caía en mis manos un libro tan completo, tan lleno de sensaciones y tan profundo en su esencia a la vez que dinámico, intrigante y entretenido. Me fascinó y así se lo dije a Julia. Porque ese es su nombre.
Julia Montejo se ha convertido en la escritora de moda. La escritora revelación de lo que yo llamo la nueva literatura española que sin renunciar a las fuentes aporta un soplo de aire fresco a la narrativa y engancha a los lectores con su prosa.
Me emocionó la idea de que me ofreciera ser su presentadora en el acto de presentación de su libro, que se celebró en Chipiona en agosto y más tarde, el pasado 13 de octubre, en Sevilla y la responsabilidad de tal tarea, unida a la amistad que ya me unía a ella, conformaron un tándem que junto a mi sincera opinión sobre la calidad de la novela, hicieron el resto.
Vencí mi habitual reticencia a hablar en público y sostenida por su mirada empecé a desgranar ese libro que en sus 318 páginas retrata la realidad que han vivido muchas familias de miles de pueblos de España. Una casa grande, una familia de renombre con posibles y muchos secretos. Los prejuicios, los imperativos sociales, los celos y el machismo frente a las ansias de libertad, el deseo de la mujer por tener personalidad propia y dignidad y la lucha contra un destino impuesto.
Quizás muchos de nosotros haya conocido a alguien que se ajusta a este perfil y ahí es donde radica el éxito de esta novela, en el hecho de que todos nos podemos sentir identificados de una u otra forma. Todas tenemos un poco de Madeleine, la protagonista de esta historia de herencias invisibles. Y en todas las familias podemos descubrir secretos ocultos, habitaciones cerradas, recuerdos aletargados que reviven con un aroma, con una fotografía, con un objeto.
En nuestro árbol genealógico podemos encontrar una Olivia, marcada por un destino que le fue impuesto, una Inmaculada, que niega su condición, una  tía Clara, soltera, rígida y vetusta y una tía Rosario, dulce y seca de amor. Y también unos hombres marcados por los convencionalismos, la mala interpretación del honor y el sentido de “propiedad” de la mujer.
Todos esos personajes se dan cita en esta novela que os recomiendo expresamente porque es un libro que merece la pena leer. Es un relato enriquecedor, para hombres y para mujeres, repleto de referencias a grandes obras de la literatura y lleno de guiños cinematográficos. Es uno de esos libros que te deja ese regusto exquisito que solo consiguen imprimir las grandes obras, que permanecen en nuestra memoria aun cuando sus páginas amarilleen.
“Espero encontrar mi alma a la vuelta de una esquina y soñar que los jardines colgantes existen más allá de un palacio medieval…”.
 Así comienza `Violetas para Olivia´, un libro que podría calificar, sin temor a equivocarme, como `fascinante´, una fascinación que solo es posible transmitir desde la pasión que imprime a las letras Julia Montejo, la mano creadora de esta historia que me ha cautivado, como seguro cautivará a todo aquel que la lea.

                                                                       Ana Gamero.


martes, 8 de noviembre de 2011

EL PASO DEL ECUADOR

Escribir es mi psicoterapia perfecta, mi forma de expresarme, mi manera de gritar al mundo mis sentimientos, mis reflexiones, mis paranoias. Pensamientos que atraviesan mi mente y que fijo sobre el papel para que no se escapen. Recuerdos que vuelven para revivir momentos importantes de la vida y que merecen la pena ser narrados, al menos para mí.
Porque todos tenemos una faceta narcisista y egocéntrica que nos hace creernos el centro del mundo y pensar que nuestra historia, nuestra biografía debe ser contada. Los escritores tenemos ciertamente exacerbada esta afición del ser humano al yo mismo, nuestro mejor equipo.
Y heme aquí que me encuentro en esa tesitura en la que no dejo de pensar en mi vida, la vivida, y en mi particular paso del Ecuador por ella. He llegado a ese momento en el que he tomado conciencia de los años que han pasado, volando, y una sensación de vértigo se ha apoderado de mí.
He sentido un pellizco en el estómago al pensar en el camino que ya he recorrido, la gente que he conocido, las experiencias que he vivido, las fiestas de las que he disfrutado y las penas que he llorado, las menos.
El tiempo pasa pero yo no me había enterado, hasta ahora. Soy yo esa que ya tiene amigas “desde hace 25 años”, esa cuya promoción universitaria se prepara para celebrar “el 20 aniversario”, esa que está reencontrando en facebook amistades de pubertad, esa que reconoce a sus compañeras de colegio en los rostros de las hijas de aquellas. Y no me gusta.
Hasta ahora yo había pensado en mi misma como la joven llena de energía y proyectos que ha tenido experiencias vitales que no cambiaría, como de hecho no las cambio, pero mi auto-imagen ha cambiado. Me lo constató un maldito cajero de Mercadona hace unos días, cuando al pasar por la cinta la compra diaria me dijo muy sonriente: - “Gracias, Señora”- . ¿Señora? ¿Pero este de qué va?- pensé yo indignada y dolida por lo que yo entendí como una ofensa. La confirmación de que mi edad del pavo ya pasó hace mucho llegó cuando al preguntar a la hija de mi amiga si conocía a Hombres G me preguntó muy seria: ¿Quién?. ¡ Quién! , dije yo, pues esos con los que hemos crecido millones de niñas, esos chicos de pantalón pescador y calcetines blancos con los que reímos, lloramos, nos enamoramos y saltamos como locas al ritmo de `Venecia´o `Sufre Mamón´. Y para terminar de hacerme caer en la cuenta de mi edad me estoy encontrando con antiguos amigos y conocidos de esos que dices “me suena su cara” y luego resulta que fue compañero de juergas y buzón de secretos de juventud. Y dices:
¿ Cómo he podido olvidarlo? Y tú sólo te contestas: “Es que hace ya dos décadas de todo aquello”. Y entonces esa sensación de malestar en el estómago se vuelve a adueñar de mis tripas.
Lo peor de todo este discurso conmigo misma es que si lo lee alguien de menor edad no entenderá de qué hablo y si por el contrario me sigue una persona más mayor se indignará ante mi casi depresión de los casi cuarenta y deseará tenerlos él una vez más. Vamos, que nadie me entenderá salvo que esté pasando por esta misma situación. El no saber si uno está en la franja de edad joven o en la de mayor. En esa edad en la que mirar atrás empieza a ser demasiado lejos y mirar hacia delante se presenta con cierto temor. Esa edad en la que sentimientos como el miedo a la muerte se hacen presentes en tu mente y la idea de hacer testamento “por si acaso” se te aparece de repente. Esa edad en la que los planes de futuro van siendo difusos y empezamos a pensar más en el presente.
Porque no se puede vivir de las rentas del pasado, por muy glorioso que este haya sido, como tampoco se debe esperar en el futuro. Hay que vivir el ahora, el momento, nuestro particular Carpe Diem, porque solo así exprimirás la vida como si fuese tu último día.
Aún así no puedo evitar reflexionar sobre mi propia historia y al hacer el balance de mi particular paso del Ecuador, una sonrisa se adueña de mi corazón: he sido feliz, muy feliz. He reído, he bailado, he disfrutado de mis mejores años llevando como compañeros de camino a una familia estupenda, magníficos amigos y experiencias inolvidables, lo cual provoca en mí cierta morriña que sin embargo me empeño en desterrar. Porque quiero convencerme de que aún quedan muchas cosas bellas que vivir, muchas sensaciones que experimentar, muchas sorpresas por descubrir. Pero esa es otra historia que hasta dentro de otros cuantos años no os contaré…

                                                                                              ANA GAMERO.

domingo, 6 de noviembre de 2011

BUITRES

Conmoción. Tristeza. Pesar. Desconcierto. Indignación. Estas son solo algunas de las sensaciones que recorren mi cuerpo al contemplar la tragedia del hambre en Somalia. Mientras mis ojos luchan por apartar la imagen de la tragedia de millones de personas, retransmitida vía satélite por televisión, una congoja inunda mis entrañas hasta hacerme derramar saladas lágrimas de impotencia.
Familias enteras en un éxodo sin paraíso que alcanzar, dejando atrás una vida mísera, pero su vida al fin y al cabo, destruida por la guerra y la cruel sequía para adentrarse en caminos semidesérticos de tierra árida, cargando a hombros con niños y ancianos y con la incertidumbre de no saber si seguirán vivos mañana, si les matará el hambre o sus propios compatriotas armados. Aniquilando sus escasas fuerzas y esperanzas buscando un campo de refugiados que se presenta como un oasis que es su principio y su fin.
 No acierto a entender qué le pasa al mundo. Qué nos pasa. No logro comprender cómo en pleno siglo XXI asistimos a la desgracia en directo, cual teatral melodrama, para después de la función levantarnos de nuestros asientos y seguir con nuestra vida.
La noticia lo fue durante algunas semanas. Ya ha perdido interés y no merece ocupar portadas de informativos ni mucho menos un lugar en nuestro pensamiento. La escena de niños con ojos muy abiertos y la mirada perdida no es apetecible a la hora de la comida o la cena. No es cómodo recordar tan infame verdad en mitad de una galería comercial o en algún McDonalds.
No dejo de pensar en la suerte que hemos tenido de nacer en el primer mundo, con comida, agua, medicinas, ropa, luz eléctrica y una visa a nuestra disposición para saciar nuestra insatisfacción permanente. El hambre no es algo que haya registrado nuestro código genético. Eso es cosa de los pobres negros de Somalia hasta a los que su tez parece llevarlos indefectiblemente a un oscuro futuro.
Y mientras, nosotros aliviamos nuestras conciencias colaborando con alguna ONG y sintiendo lástima por esos niños que no llegarán a hombres. Y nos decimos a nosotros mismos que no somos responsables de lo que está pasando. ¿No lo somos?
Siempre he pensado en la enorme fuerza del hombre para superar adversidades y reconvertirse. Adaptarse a los tiempos para sobrevivir y hacer frente a los nuevos retos. Lo único que nos diferencia de los animales es nuestra capacidad para pensar, sentir y actuar. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?  Estamos aletargados, adormilados, narcotizados por las comodidades que nos han sido dadas y ese velo material nos impide ver más allá, empatizar con aquella otra parte del mundo que muere día tras día, hora tras hora, segundo a segundo sin que nosotros hagamos nada por solucionarlo.
Y cuando hablo de Nosotros, hablo en general. Hablo del hombre moderno, civilizado y occidental. Aquel que no hace mucho colonizaba los vastos territorios de ultramar, el continente africano y las Indias cual Dios mismo, imponiendo su voluntad en pos de un pseudo mayor bienestar de los `salvajes´. Esos mismos Gobiernos que hinchieron sus arcas con el oro, los diamantes y los productos exóticos de las tierras conquistadas son los que miran hoy hacia otro lado y se refugian en una absurda burocracia para no hacer nada. Esos Gobiernos que se amparan en una Organización de Naciones Unidas que trata el tema del hambre como un expediente más que puede esperar sin atisbar siquiera que cada momento que pasa un niño o su madre, el abuelo enfermo o el padre de familia pueden morir de inanición.
Y cuando aciertan a enviar por fin un avión cargado de `ayuda humanitaria´, entonces son los señores de la guerra, los nativos armados y la propia herrumbre gubernamental somalí la que impide el reparto de alimentos en base a no sé qué formularios que hay que rellenar.
La iglesia no queda mejor parada. Bien es cierto que miles de misioneros se dejan la piel en aquellas tierras para mejorar la calidad de vida de aquellos infelices, pero no es suficiente. El Papa, como jefe de estado del Vaticano y representante de Dios en la tierra debería gritar alto y fuerte, sin dobleces: ¡Basta Ya! e implicarse directamente en este asunto que es de vida o muerte. No me valen los rezos, ya no. Quiero hechos. Quiero ver a Benedicto XVI, junto a Obama, Merkel, Zapatero y demás mandatarios mundiales en Somalia, a pie de hambre, ayudando a hacer un mundo mejor.
Y nosotros, los ciudadanos de a pié, que no podemos ir en estampida hasta Somalia, deberíamos exigírselo, salir a la calle y clamar una respuesta a la inmoralidad que supone dejar morir a millones de personas solo porque han tenido la mala suerte de nacer en el lugar equivocado.
¡Cómo me gustaría ver la puerta del Sol abarrotada de niños, padres, jóvenes indignados y abuelos que vivieron las penurias de la posguerra reivindicando ayuda para Somalia! Es lo que tiene la globalización. También contraemos una responsabilidad para con el resto del mundo. Porque ya no podemos permanecer ignorantes de lo que pasa, ya no nos podemos escudar en el no sé, no contesto para no arremangarnos y luchar por lo que es justo. Ya no tenemos escusas para mirar hacia otro lado. Ninguno las tenemos.
Hace ya 17 años que el reportero gráfico sudafricano Kevin Carter ganó el premio Pulitzer de fotografía por una instantánea aterradora. Plasmó la instantánea de una niña sudanesa famélica con un buitre detrás, al acecho, esperando que a la criatura se le agotara la vida para darse un festín. Cuando captó la foto, Kevin Carter continuó su camino. El 26 de marzo de 1993 el periódico The New York Times publicó su fotografía y él gano el Pulitzer pero nunca superó haber dejado a aquel niño a merced de su suerte. Finalmente se suicidó.
Su indiferencia es tan terrible como la nuestra. Van a la par. Por eso debemos dejar actuar a nuestra conciencia, ser dignos y valientes para afrontar un problema real que a poco más de 6.000 kilómetros de distancia está acabando con la vida de millones de personas y Reaccionar, Gritar, Clamar, Exigir y Luchar para poder ser dignos de la mirada de ese niño que es la semilla de la humanidad.
                                                                                                              ANA GAMERO.

sábado, 5 de noviembre de 2011

UN DIA CUALQUIERA

Si en otra vida pudiera elegir el sexo que quiero querría ser hombre y no porque esté incomoda con mi cuerpo sino con el rol que me ha tocado desempeñar por el simple hecho de ser mujer.
Sólo porque la naturaleza tuvo a bien hacerme hembra ya nací con la etiqueta de chica responsable, estudiosa, trabajadora, hacendosa, ama de casa, cocinera, limpiadora, madre abnegada y garante de la ecuación de los niños. Uff, ya estoy estresada y aún no he comenzado a describir un día cualquiera en la vida de una mujer de hoy, liberada y con responsabilidades laborales y hogareñas.
            8:00 H.No haces sino poner un pie en tierra tras una noche llena de “mamá, pipí” y “mamá, agua” – no sé porque en estos casos los niños sólo saben la palabra mamá- cuando te ves inmersa en un marasmo de prisas y carreras para elegir la ropa que se tienen que poner los niños ese día para ir al cole, lavarles el culete, vestirles, peinarles y correr tras ellos para que se laven los dientes después de desayunar. Con tu propio café a medio tomar has de salir pitando para acercarlos a clase y una vez que dan las nueve te ves presta y dispuesta y con la mejor de tus sonrisas para acudir a tu trabajo.
14:00 H. Varias horas de jornada laboral no te liberan, ya que sabes que cuando salgas de aguantar al jefe has de recoger otra vez a los niños, para lo cual debes soportar estoicamente los atascos de tráfico. Debes tener la comida hecha y el frigorífico lleno y además, una buena conversación para no parecer antipática ni aburrida.
16:00 H. Cuando llega la hora de la siesta, todos, padre e hijos, se van a descansar, pero tú tienes que aprovechar la coyuntura para recoger la cocina, poner lavadoras, planchar si es el caso, bordarle al niño el nombre en el baby, darle una manita de agua con Perlan a alguna prenda delicada y todo lo que te dé tiempo antes de que el personal se despierte con energías renovadas y con ganas de ir al parque, a la playa, de paseo o donde ese día toque, eso si no tienes que salir corriendo porque tienes cita con el pediatra, el dentista o las vacunas de los niños- que también son tu responsabilidad-.
18:00 H Tú, hastiada y cansada, intentas poner al mal tiempo buena cara y arrastrando los pies y el alma inicias la jornada vespertina. Intentas hacer una paradita para tomar un café en alguna terraza pero el café se te enfría porque el niño se cae en la plaza, la niña quiere ir al baño o tu marido te llama por teléfono para indicarte que te pases por la tintorería.
Ya estamos en las 19:00 horas. Tu cuerpo y tu mente dicen ¡ basta ¡ pero como eres una superwoman sabes que no puedes parar. Aún te queda llegar a casa, bañar a los niños y prepararles la cena para después poder darte una ducha relajante.
21:00 H. Los niños ya están bañados y cenados y ahora quieren que su mamá les cuente un cuento antes de ir a la cama. Tus neuronas ya no responden y cuando intentas hilar sin éxito unas palabras con otras tus hijos te recriminan que te equivocas en la historia , que así no es y que empieces desde el principio. A la hora de dormirles, has de aguantar el momento de rabieta y los gritos de ¡ a la cama, no¡ y como puedes, les das el pasaporte al mundo de los sueños.
Son las 23.00 H. y te sientas en el sofá junto a tu marido, quien placidamente y después de una relajada ducha, lee el periódico. No tienes fuerzas para hablar, ni para preguntar qué tal el día, ni te cuento para todo lo demás.
A las 24:00 H caes rendida en la cama y el cansancio acumulado te impide un sueño reparador. El cuerpo entero te pesa y la cabeza no deja de trabajar. Cuando crees que ya duermes por fin, un lamento lejano te llega de la habitación contigua: ¡ mamá, pipí,¡ , ¡ mamá agua¡ y dejando a tu pareja-que alguien te dijo un día que era tu media naranja- roncando a pierna suelta,, vuelves a levantarte para seguir siendo aquella que se espera que seas por el simple hecho de haber nacido mujer.    
-Mañana será otro día- piensas mientras besas con ternura a tus retoños, que una vez dormidos, parecen más guapos, más buenos, más altos… Y piensas: ¡En el fondo, qué haría yo sin ellos! Y concluyes que a pesar de los pesares, no te cambiarías por nadie porque ni el stress, ni el trabajo, ni las noches en duermevela evitan que seas la mujer más feliz del mundo cuando tus pequeños monstruos te lanzan una sonrisa y te llaman Mamita.
   
ANA GAMERO.