miércoles, 18 de abril de 2012

EL CAZADOR CAZADO


Mi muy ilustre y majestuosa Majestad:
Imagino que nunca le tendré frente a frente para decirle lo que pienso de su última “hazaña” aunque afortunadamente puedo escribirle una carta en la que si bien no me importa que la lea o no, arrojaré toda mi decepción hacia su comportamiento.

He crecido con la Monarquía. He adorado a nuestro Príncipe Azul, Felipe, y he participado de sus bodas, bautizos y funerales, admirando su sencillez, su trato con el pueblo, su cordialidad. Entonces, hace unos años, su familia representaba para mí la historia de España, el saber estar, la educación y un fondo de armario que devorar a través de las páginas de la revista Hola.

Siempre he sabido de su afición por el riesgo, Majestad, de su pasión por las motos y la velocidad y de su carácter abierto y festivo. Siempre nos hemos sonreído pícaramente ante sus “accidentes domésticos” con una mezcla de beneplácito y reprobación.
Pero esto último ya pasa de castaño-oscuro, Majestad. Irse de parranda con la que está cayendo sobre su país es indigno de su cargo y posición. Marcharse hasta la otra punta de África para cazar una especie protegida es, simplemente, superarse.

Hemos podido ver la actitud de nuestra sufrida Reina, Doña Sofía, a la que ya nada parece cogerle de susto. Hemos contemplado el semblante serio de Don Felipe y Doña Letizia. Y de Cristina, nada sabemos después de su vuelta a Washington tras el escándalo de Urdangarín.  Coincide además, el despropósito de accidente sufrido por su nieto mayor, que en compañía de su responsable padre se pegó un tiro en el pie cuando portaba una escopeta que por su edad no debía llevar.

Su cargo, su posición merece una mayor responsabilidad por parte de toda la Familia Real y el pueblo, su pueblo, merece más respeto, ¿ no le parece?. Con más de cinco millones de parados, una prima de riesgo que nos asfixia, familias que pierden sus viviendas embargadas por los bancos, comedores sociales llenos de padres con sus hijos, España merece tener un Rey que no solo lance mensajes navideños de solidaridad. Merece un monarca preocupado realmente por los jóvenes, que esté al pié del cañón. Pero no al pié del cañón de un rifle, oteando el horizonte africano en busca de una presa de 40.000 euros. Me refiero a estar con su gente, a conocer los problemas de la calle y el día a día de sus súbditos. Y créame, señor Borbón, todo eso no está en Botsuana.

Me pregunto con cuánta gente ha viajado hasta allí y quién sufraga los gastos de esa visita privada. Porque si bien toda persona pública tiene derecho a su intimidad, Usted lleva un plus de responsabilidad que le viene dado por su “sangre azul” y creo sinceramente que sus privilegios bien valen un poco más de prudencia.

Veranos en la residencia mallorquina de Marivent, largos paseos en el Yate Fortuna, esquí en Baqueira Beret, grandes cenas palaciegas. Todo va en el cargo, como en un Todo Incluido, pero esto, Majestad, esto ya sobrepasa cualquier argumento antimonárquico que pudiera haber inventado el más imaginativo de sus detractores.

Usted solito está haciendo el trabajo sucio. Usted solito está volviendo en su contra a la opinión pública. Usted solito ha caído en la trampa. Ha sido el cazador cazado.

Es tiempo de reflexionar, Majestad, tiempo de analizar la situación y pedir perdón. Tiempo para iniciar un nuevo camino de cordura en su reinado, de volver a darle un sentido a la Monarquía. Ha llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa y pedirle responsabilidades, como a cualquier trabajador de una empresa porque en este caso, la empresa es España y aunque no lo crea, sus jefes somos todos los españoles.

                                                       Atte.
                                                          
                                                                  ANA GAMERO

sábado, 7 de abril de 2012

PASAJE A LA INDIA

Sabía que me gustaría porque siempre he querido ir. Algo en mi interior me decía que tenía que conocer la India, un país muy lejano del que nada sabía y que sin embargo, me moría por visitar. Hasta que un día, al fin, sin preverlo, surgió mi oportunidad.

Subí al avión como un niño el día de Reyes Magos. No podía borrar la sonrisa de mi rostro y el estómago me bailaba. De hecho, durante el día entero de viaje no dejaron de moverse las mariposas en mi interior. Hasta que al fin llegué…

Era una mañana clara aunque la bruma de la polución de Delhi se dejaba notar. Pero no me importó. La ventana del autobús que nos habría de llevar al Hotel fue para mí el primer escaparate de una ciudad que con 21 millones de habitantes se me presentaba como mágica y llena de vida.

Y no me equivoqué. Porque esa urbe que amanecía con el día prometía mostrarme otro mundo, otra forma de entender la vida, otro concepto de la civilización.

Así, tras recibir nuestro collar de flores naturales junto con el Bindi, el punto rojo hindú que te colocan en la frente y el siempre amable “Namaste”, que suelen utilizar los hindúes para saludar y agradecer, me sumergí en un país asiático que me cautivó a simple vista y me hizo plantearme mi vida, colmada de stress, necesidades materiales y valores olvidados.




Al recorrer a pie las calles de Delhi pude codearme con la pobreza y con niños sucios y harapientos, aunque cuando mis ojos se paraban en ellos, solo veía una mirada clara y una sonrisa limpia. Pude viajar en el tiempo y ser testigo de tratos en la calle, comercio artesanal, restaurantes ambulantes, barberos apostados a pie de acera, gurús meditando sobre un árbol… Todo era magistralmente onírico y yo no podía dejar de soñar despierta.

Me divertí viendo a grupos de 15 niños amontonados en el transporte escolar, un rick-shaw en el que el motor eran las piernas de un hombre pedaleando, el techo una lona descolorida y agujereada y las manitas agarradas a la barra servían de cinturón de seguridad. Todos ellos reían con esos dientes blanquísimos y nos miraban curiosos y divertidos, atentos a nuestras cámaras de fotos.

Solo una cosa les hacía iguales a los niños occidentales: la inocencia. Esa inocencia que les hace únicos en cualquier parte del mundo. Incluso en el centro de la Misión de la  Madre Teresa de Calcuta que pude visitar en Agra sigue brillando esa luz que tiene toda mirada infantil, ajena a la pobreza, a la necesidad, a las dificultades de una sociedad marcada por las castas. Sólo entienden de sonrisas, de canciones, de caramelos y de amor, de abrazos y caricias que dejaron en mi alma una huella imborrable.

Mis primeras impresiones sobre la esencia de aquel país lejano quedaron constatadas a cada paso que daba por aquellas calles caóticas, sucias y masificadas, pobladas de monos que danzaban por entre los miles de cables que cruzaban las casas. Una ciudad en la que el aroma a especies lo inundaba todo, el ruido de los cláxones de los vehículos era la banda sonora y el bolliwood el sueño hindú.

Y todo ello contrastaba con la calma que se respira en sus templos, ya sean hindúes, sij o musulmanes.  Con La majestuosidad de sus palacios. Con la magnificencia del fuerte rojo de Agra. Con el silencio de la ciudad abandonada de Sikri. Con la incomparable arquitectura del fuerte Amber, en Jaipur. Con La belleza que reina en sus verdes campos, plagados de trigo y mostaza. Con La sobriedad de sus monumentos funerarios, llamados Cenotafios, erigidos en honor de los Maharajás y sobre todo, con la grandiosidad del Taj Majal, la fiel representación del amor hecho monumento.

Esa belleza sin igual va intrínsecamente unida al ambiente, a los aromas a sándalo, albahaca – planta sagrada para los hindúes- y las especias, a los camellos y elefantes que recorren las carreteras cercanas a Jaipur, a las vacas sagradas que pacen tranquilas por las calles de Mathura, en el margen del río Yamuna, al simpar colorido de los saris de las mujeres, a las maravillosas puestas de sol que pude ver en el Rajasthán, que significa Tierra de Reyes…

Y me enamoré perdidamente. La India conquistó mi corazón y supe que si creyera en la reencarnación, mi próxima vida querría vivirla allí, con sus gentes, con su filosofía del buen Karma, con su modo de entender la vida y que ellos te resumen en un “Vive y deja vivir”.


Una sociedad cuya razón de ser es el respeto a las tradiciones milenarias, a los valores de la familia, a la obediencia y cuidado de los padres y abuelos, el amor entendido en su expresión más espiritual sin dejar de lado el Kama Sutra y la muerte vista como una búsqueda del Nirvana.

 Y todo, bajo los dictados de una religión, el hinduismo, que envuelve a toda una sociedad marcada por los Dioses y sus aventuras, que son narradas, generación tras generación, desde el inicio de los tiempos y que aunque no lo parezca, tienen muchísimas similitudes con nuestra historia sagrada. Ellos hablan de Brahma, el Dios creador,  Krisna, Shiva, Bishnú, Ganesha, Sarasati y con ellos miles de dioses encargados de velar por el día a día de sus siervos. Nosotros hablamos de Dios padre, Jesús y los apóstoles. No importa cómo se llamen si todos predican el bien, la verdad, la caridad y el amor…

Pero a diferencia de nosotros, los hindúes han seguido los preceptos de su religión, haciendo de ella casi la norma fundamental del estado. Así, han seguido manteniendo sus tradiciones, guardando sus costumbres, respetando su cultura mientras que nosotros andamos perdidos en la civilización, imbuidos por el desarrollo, acelerados con el stress y obsesionados con el tener en vez de con el ser.

Y todo eso condiciona a una sociedad hasta convertirla en el pueblo tranquilo que es el hindú o la vorágine en la que nos hemos convertido nosotros.

Entonces empecé a pensar: ¿ Quiénes son más felices, los hindúes, que aparentemente no tienen nada, o nosotros, que disfrutamos de todo lo material olvidando lo verdaderamente importante?.

Por eso he decidido que si bien no puedo cambiar este loco mundo nuestro sí puedo cambiar mi vida. Quiero apuntarme a clases de Yoga, para buscarme a mí misma dentro, que no fuera. Me he autoimpuesto no correr más de lo necesario y dejar jugar a mis hijos en el suelo sin miedo a que se ensucien. He pensado en ser más feliz con menos. Y he puesto una hucha. En ella, euro a euro, iré metiendo ilusiones, esperanzas y sueños, que tomarán sentido en forma de un nuevo Pasaje a la India.