jueves, 15 de enero de 2015

El Miedo


El Miedo. Ese sentimiento aterrador que todos traemos en nuestro código genético, esa sensación que experimentamos desde nuestra más tierna infancia, cuando adquirimos conciencia de ser personas y que nos paraliza sin remedio, dejándonos sin voluntad ni capacidad de movimiento.

Y es algo tan innato, tan primitivo, tan intrínseco al ser humano, que resulta difícil desprenderse de él porque ello supondría desprendernos de nuestra coraza y del instinto de supervivencia.

Recuerdo bien cuando era pequeña y me aterraba la oscuridad. Una monja del colegio, que me quería mucho, me recomendó no dejar de cantar durante el trayecto que me separaba del interruptor de la luz. Y cantaba, cantaba, cantaba…

Ahora lo recuerdo con una sonrisa en los labios. Porque con la edad se aprende que aquellos miedos infantiles no eran nada comparados con los miedos de los mayores.

Es la vida la que se encarga de ir atiborrándonos de miedos e ir acumulando mil y un temores que se amontonan en las magníficas mochilas que llevamos a la espalda. Eso, si, perfectamente acolchadas y preparadas para soportar un enorme peso.

Así, vamos alimentando el sistema límbico de nuestro cerebro para “protegernos de las amenazas” a la mínima señal de alarma. Miedo a equivocarnos. Miedo al dolor. Miedo a quedarse solo. Miedo a perder. Miedo a soñar. Miedo a lo desconocido. Miedo a amar. Miedo a avanzar. Miedo a ser nosotros mismos. Miedo incluso a respirar, no vaya a ser que en uno de esos suspiros se desvelen todos nuestros anhelos y frustraciones.


Una vez bajo sus zarpas, ya no tenemos miedo al miedo, porque ya somos parte de él. Nos ha abordado el alma y se ha hecho presa de ella para convertirnos en meras sombras cargadas de ansiedad que desfilan por la vida sin pena ni gloria, avanzando por ella como zombis desprovistos de emociones positivas.

El miedo  nos atenaza, nos gangrena el alma hasta convertirnos en una sombra, un espectro de lo que fuimos. Porque al protegernos con el abrigo del miedo perdemos la esencia y la naturalidad, olvidamos la sonrisa fresca y la mirada sincera. Dejamos de decir lo que pensamos para proferir discursos políticamente correctos y desprovistos de compromiso. Y es que pensamos, - cualquier cosa que diga puede ser utilizada en mi contra-. Cuando lo que realmente conseguimos es cubrir las paredes de nuestro corazón y de nuestra garganta de un moho que al final nos cierra la laringe y nos deja mudos de sentimientos.



Y cuando eso pasa, qué difícil es volver atrás. Limpiar nuestra alma y eliminar tanto miedo acumulado. Quitar tantas y tantas capas de cebolla bien regada, desprendernos de la coraza que con tanto primor hemos endurecido durante años.

Es difícil, pero no imposible. Sólo hay que tener la firme voluntad de dejar atrás tanta chatarra inútil que nos ha generado el miedo, afrontar nuestros temores, plantarles cara y hablarles.

Sí, hablarles, de tú a tú, perderles el respeto y hacerles frente. Porque de otra forma nuestra vida será insulsa y desprovista de todas las maravillosas sensaciones que genera la libertad. 


Romper las cadenas que nos imponen los miedos es empezar a dar nuevos pasos para recuperar la esencia de nuestra existencia, una existencia feliz y ávida de experiencias.

Y sí, es verdad que hay que caer para levantarse. Y hay que conocer el miedo para librarnos de él. Es hora de erguirnos, es hora de levantarnos y mirar al frente. Es hora de vivir. Hay un mundo maravilloso ahí afuera que nos espera y aunque encontremos piedras en el camino, será señal de que avanzamos. Habrá guijarros y espinas pero también rosas. Habrá lágrimas pero también risas. Habrá desilusiones pero también grandes descubrimientos. Y merece la pena correr el riesgo.

Es hora de cerrar la puerta al miedo y abrir de par en par las ventanas a la vida.


                                                                                                    
                                                                                                  ANA GAMERO