
Unas
cañas, unas risas. Confesiones certeras. Amistades profundas.
Un
paseo. Una cena sin florituras. Un beso.
El Dios
de las pequeñas cosas. Esas que no se compran con dinero, esas que no se
planean, que no se falsean, que no se esconden.
En
ellas está la felicidad más pura, la más plena, la más intensa y transparente.
Es el
Dios de las pequeñas cosas, carentes de artificios y prejuicios. Alejadas de
convencionalismos y rumores. El Dios de las pequeñas cosas, que son grandes.
Altruismo,
generosidad, compañerismo, solidaridad. Amor, ternura, pasión, conversación. Es
el Dios de las pequeñas cosas el que nos hace respirar, sentir, vivir, vibrar.
Un
paisaje, un suspiro, un horizonte marino. Una puesta de sol, una hoguera, un
cielo estrellado, un café matutino. Es el Dios de las pequeñas cosas que
estando ahí muchas veces no vemos, porque no miramos.

Para
qué la posición, el estatus y el poder si dentro no hay nada. Para qué.
Para
qué las influencias, los coches caros, la ropa pija y el pelo engominado si
solo hay una fachada sin alma. Para qué.
Yo que
me quedo con el Dios de las pequeñas cosas, las que no se pagan, las que no se
venden al mejor postor, las que no se esconden, las que no engañan, las que no
chantajean ni traicionan, las que no manipulan ni se aprovechan del buen
corazón.
Es el
Dios de las pequeñas cosas el que yo quiero dejar entrar en mi vida, para
sentir, para vivir, para reir, para dar gracias cada mañana por un nuevo
amanecer.
Una
flor, un te quiero, un baño a la luz de la luna. Un mensaje escondido, un
perfume evocador, una mirada profunda. Es el Dios de las pequeñas cosas al que
yo rezo cada día.