Conmoción. Tristeza. Pesar. Desconcierto. Indignación. Estas son solo algunas de las sensaciones que recorren mi cuerpo al contemplar la tragedia del hambre en Somalia. Mientras mis ojos luchan por apartar la imagen de la tragedia de millones de personas, retransmitida vía satélite por televisión, una congoja inunda mis entrañas hasta hacerme derramar saladas lágrimas de impotencia.
Familias enteras en un éxodo sin paraíso que alcanzar, dejando atrás una vida mísera, pero su vida al fin y al cabo, destruida por la guerra y la cruel sequía para adentrarse en caminos semidesérticos de tierra árida, cargando a hombros con niños y ancianos y con la incertidumbre de no saber si seguirán vivos mañana, si les matará el hambre o sus propios compatriotas armados. Aniquilando sus escasas fuerzas y esperanzas buscando un campo de refugiados que se presenta como un oasis que es su principio y su fin.
No acierto a entender qué le pasa al mundo. Qué nos pasa. No logro comprender cómo en pleno siglo XXI asistimos a la desgracia en directo, cual teatral melodrama, para después de la función levantarnos de nuestros asientos y seguir con nuestra vida.
La noticia lo fue durante algunas semanas. Ya ha perdido interés y no merece ocupar portadas de informativos ni mucho menos un lugar en nuestro pensamiento. La escena de niños con ojos muy abiertos y la mirada perdida no es apetecible a la hora de la comida o la cena. No es cómodo recordar tan infame verdad en mitad de una galería comercial o en algún McDonalds.
No dejo de pensar en la suerte que hemos tenido de nacer en el primer mundo, con comida, agua, medicinas, ropa, luz eléctrica y una visa a nuestra disposición para saciar nuestra insatisfacción permanente. El hambre no es algo que haya registrado nuestro código genético. Eso es cosa de los pobres negros de Somalia hasta a los que su tez parece llevarlos indefectiblemente a un oscuro futuro.
Y mientras, nosotros aliviamos nuestras conciencias colaborando con alguna ONG y sintiendo lástima por esos niños que no llegarán a hombres. Y nos decimos a nosotros mismos que no somos responsables de lo que está pasando. ¿No lo somos?
Siempre he pensado en la enorme fuerza del hombre para superar adversidades y reconvertirse. Adaptarse a los tiempos para sobrevivir y hacer frente a los nuevos retos. Lo único que nos diferencia de los animales es nuestra capacidad para pensar, sentir y actuar. Entonces, ¿por qué no lo hacemos? Estamos aletargados, adormilados, narcotizados por las comodidades que nos han sido dadas y ese velo material nos impide ver más allá, empatizar con aquella otra parte del mundo que muere día tras día, hora tras hora, segundo a segundo sin que nosotros hagamos nada por solucionarlo.
Y cuando hablo de Nosotros, hablo en general. Hablo del hombre moderno, civilizado y occidental. Aquel que no hace mucho colonizaba los vastos territorios de ultramar, el continente africano y las Indias cual Dios mismo, imponiendo su voluntad en pos de un pseudo mayor bienestar de los `salvajes´. Esos mismos Gobiernos que hinchieron sus arcas con el oro, los diamantes y los productos exóticos de las tierras conquistadas son los que miran hoy hacia otro lado y se refugian en una absurda burocracia para no hacer nada. Esos Gobiernos que se amparan en una Organización de Naciones Unidas que trata el tema del hambre como un expediente más que puede esperar sin atisbar siquiera que cada momento que pasa un niño o su madre, el abuelo enfermo o el padre de familia pueden morir de inanición.
Y cuando aciertan a enviar por fin un avión cargado de `ayuda humanitaria´, entonces son los señores de la guerra, los nativos armados y la propia herrumbre gubernamental somalí la que impide el reparto de alimentos en base a no sé qué formularios que hay que rellenar.
La iglesia no queda mejor parada. Bien es cierto que miles de misioneros se dejan la piel en aquellas tierras para mejorar la calidad de vida de aquellos infelices, pero no es suficiente. El Papa, como jefe de estado del Vaticano y representante de Dios en la tierra debería gritar alto y fuerte, sin dobleces: ¡Basta Ya! e implicarse directamente en este asunto que es de vida o muerte. No me valen los rezos, ya no. Quiero hechos. Quiero ver a Benedicto XVI, junto a Obama, Merkel, Zapatero y demás mandatarios mundiales en Somalia, a pie de hambre, ayudando a hacer un mundo mejor.
Y nosotros, los ciudadanos de a pié, que no podemos ir en estampida hasta Somalia, deberíamos exigírselo, salir a la calle y clamar una respuesta a la inmoralidad que supone dejar morir a millones de personas solo porque han tenido la mala suerte de nacer en el lugar equivocado.
¡Cómo me gustaría ver la puerta del Sol abarrotada de niños, padres, jóvenes indignados y abuelos que vivieron las penurias de la posguerra reivindicando ayuda para Somalia! Es lo que tiene la globalización. También contraemos una responsabilidad para con el resto del mundo. Porque ya no podemos permanecer ignorantes de lo que pasa, ya no nos podemos escudar en el no sé, no contesto para no arremangarnos y luchar por lo que es justo. Ya no tenemos escusas para mirar hacia otro lado. Ninguno las tenemos.
Hace ya 17 años que el reportero gráfico sudafricano Kevin Carter ganó el premio Pulitzer de fotografía por una instantánea aterradora. Plasmó la instantánea de una niña sudanesa famélica con un buitre detrás, al acecho, esperando que a la criatura se le agotara la vida para darse un festín. Cuando captó la foto, Kevin Carter continuó su camino. El 26 de marzo de 1993 el periódico The New York Times publicó su fotografía y él gano el Pulitzer pero nunca superó haber dejado a aquel niño a merced de su suerte. Finalmente se suicidó.
Su indiferencia es tan terrible como la nuestra. Van a la par. Por eso debemos dejar actuar a nuestra conciencia, ser dignos y valientes para afrontar un problema real que a poco más de 6.000 kilómetros de distancia está acabando con la vida de millones de personas y Reaccionar, Gritar, Clamar, Exigir y Luchar para poder ser dignos de la mirada de ese niño que es la semilla de la humanidad.
ANA GAMERO.
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