Pienso así en los millones de emigrantes que un día, de forma voluntaria o imperativa, salieron de sus casas para emprender un viaje con un futuro incierto y en ocasiones sin retorno.
Se empeñaron en forjarse un futuro para ellos y para sus familias. Trabajaron duro, se amoldaron a la sociedad que los había recibido, aprendieron sus costumbres, sus tradiciones y en muchos casos su idioma y se integraron hasta casi convertirse en uno de ellos. Pero ese “casi” siempre estuvo ahí, para recordarles quienes eran y de dónde venían y para transmitir a sus vástagos su morriña por aquella tierra perdida, ahora idealizada en ensoñaciones nocturnas y veladas taciturnas. Muchos nunca pudieron volver pero dejaron su herencia en forma de semilla a sus descendientes.
Ellos, nacidos ya en otro lugar, tienen el recuerdo del pueblo a través de las historias que contaba su padre o su abuelo. Sólo tienen referencias de aquel lugar de juegos infantiles y adolescentes de sus mayores. Quizá lo han visitado alguna vez en plan turista y con una mirada condescendiente que a cada pisada por sus calles y plazas se va convirtiendo en un apego inexplicable a una tierra que no es la suya ¿o sí? .
Porque la semilla que un día plantó su antecesor ha germinado de una forma apenas perceptible y esas raíces tan fuertes tienen ya ramificaciones que no se pueden arrancar del alma. Ahora comparten amores, el de su tierra natal y el de aquella cuya sangre llevan.
Muchos saben por experiencia propia que cuando se dan estos casos, difícilmente se es de algún lugar o de ninguno. Allí eres “de fuera” a pesar del paso de los años y aquí eres el “forastero” cuyo antepasado era lugareño.
Allí las comidas que hace tu madre no se asemejan a las de la madre de tu amigo, los vecinos no conocen los dichos y palabras que utiliza tu padre y tu acento tampoco coincide exactamente con el de tus compañeros de clase, que inciden en tu tonillo. Aquí, tu forma de hablar también es distinta, tus costumbres, otras. Hasta la forma de vestirte o de peinarte es muchas veces distinta y llamativa a los ojos de los más viejos del lugar.
El único modo de actuar ante esta forma de “no encajar” en ninguna parte es convertirte en ciudadano del mundo, amar la tierra que te ha visto nacer y aquella en la que un día vivieron tus padres y abuelos. Ser español y alemán, gallego y argentino, vasco y extremeño, andaluz y catalán. Aunar tradiciones, costumbres y culturas. Y es que el mestizaje siempre da resultados positivos porque mejora la especie, la del ser humano, que nazca donde nazca o viva donde viva siempre compartirá el amor por su tierra y el respeto a la memoria de sus antepasados.
ANA GAMERO.
Inteligente reflexión. Para mí todas esas personas que dejan sus lugares de origen en busca de una vida mejor, un cambio, el amor o lo que sea no dejan de ser valientes.
ResponderEliminarDesafortunadamente muchos jóvenes españoles se están viendo obligados a tomar la decisión de buscar nuevos horizontes en el extranjero. Curiosa paradoja ya que hace apenas unos años nos sentíamos sumamente invadidos y se percibía poca solidaridad. Será el tiempo, que lo pone todo en su sitio.
Me veo en tus palabras, aunque emigrante en mi propia tierra, nunca olvidaré ni la que abandoné ni la que me acogió. Me considero nacido donde como, y acogido donde nací.... Las raíces no se olvidan. Un abrazo.
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