He leído que en estos días se
cumplen cinco años desde que el Castillo de Luna cerrara sus puertas. Un lustro
en el que Alburquerque ha perdido el tren como referencia turística y que ha
tenido como consecuencia el descenso de la actividad económica intrínsecamente
unida a las visitas que recibía el pueblo cuando el Castillo abría al público.
Pero Alburquerque no solo ha
perdido euros en este tiempo sino parte de sus señas de identidad. Y lo más importante, el sello imborrable que
esa magnífica fortaleza ha dejado en cada uno de los corazones que tuvimos la
gran suerte de conocer los secretos que guardaba.
Era yo aún muy pequeña cuando mi
padre me cogió de la mano y me llevó a los pies del castillo. Me contó su
historia, me narró sus andanzas con el grupo de amigos de la infancia, me
mostró la grandeza de un castillo que yo, desde mis ojos de niña, veía como de
cuento de caballeros y princesas.
Y a medida que crecí, fui
sumergiéndome cada vez más en sus entrañas y a vivir aventuras de exploradores
en busca de la fortuna que guardaban sus muros. Iniciábamos nuestra conquista a
través de las Laderas. Escalábamos las peñas buscando esa puerta secreta de la
que me había hablado mi padre y que yo quería descubrir por mí misma. ¡Y qué sensación
de victoria experimentábamos al alcanzarla¡.
Nos sentíamos los reyes del mundo
mirando la llanura desde arriba, descubriendo Carrión a lo lejos, deleitándonos
con el aire puro y limpio de las alturas.
Y tras nosotros, en el otro lado de esa puerta mágica, aparecía
Alburquerque en todo su esplendor y la entrada
por la que los viandantes accedían a la puerta principal del Castillo
para iniciar su recorrido por el interior de la fortaleza.
Bajábamos trabajosamente y con
cuidado por cada una de las piedras estratégicamente colocadas. Nos pinchábamos
la cara y las manos al cruzar las moreras, donde a veces hacíamos una paradita
para disfrutar de su sabor, que en tales circunstancias era más intenso y emocionante.
Nos consideramos exploradores en un mundo por descubrir, un mundo de luces y
sombras donde casi parecía que se oían los cascos de los caballos cuando nos
introducíamos en el pasadizo por el que siglos atrás accedían las caballerías a
la fortaleza.
Viví intensamente aquellos
momentos, aquellos días en los que cada incursión en el castillo era diferente.
Cada excursión suponía descubrir algo nuevo, emocionantes historias que después
corría a casa a contar.
Me sentaba en el cañón desvencijado que daba la
bienvenida al castillo. Y con la imaginación de niña, podía oler la pólvora y
sentir la tensión de la batalla. Bebí del vino de la taberna en la que según
contaba mi padre, disfrutaba la guardia de la fortaleza y sentí el frío de las
mazmorras y el miedo de los reos en un lugar tan oscuro al que había que ser
muy valiente para bajar.
Esa explosión de adrenalina y el
hecho de sentirte un niño especial y afortunado por tener un castillo en el que
jugar ha quedado grabado a fuego en mi memoria.
Y ahora, cuando llevo a mis hijos
a Alburquerque y paseo con ellos por Las Laderas, rememoro aquellos
maravillosos años repletos de mágicas experiencias que ya ellos no podrán
disfrutar. No al menos como las viví yo. No aciertan a imaginar cómo será esa
puerta secreta de la que tanto les he hablado y me ruegan poder entrar en el
castillo para conocerlo.
Aunque ya sabemos que eso, hoy,
no será posible. Me calzo entonces las botas e intento darles al menos un poco
de la magia que me transmitió a mí esta gran fortaleza. Les acompaño en la
aventura que supone para ellos la escalada por los empinados parajes que dan
acceso a las murallas y sufro al tiempo
que disfruto viéndolos recorrerlas junto a su abuelo en las alturas, asomándose
por las almenas y saludándome con la mano con esa mirada de triunfo que yo
también conozco. Esa mirada llena de luz que solo tienen aquellos que se
atreven a descubrir el mundo. Y mis hijos estaban descubriendo el
castillo, o al menos, parte de su alma.
Porque si de algo estoy
convencida es de que el Castillo de Luna tiene alma. Un alma propia que a pesar
de los desmanes y de las vicisitudes que ha sufrido y está sufriendo, sigue
intacta, impertérrita en nuestra memoria y en nuestros sueños de niños, que
como Peter Pan y los niños perdidos, encontramos en el castillo nuestro
particular País de Nunca Jamás.
Y sueño. Sueño con que algún día
podré volver a visitar ese lugar y
mostrarles a mis hijos las raíces de su pueblo, Alburquerque, entre las
murallas de esta fortaleza.
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