La comunicación es algo esencial en la vida del ser humano, es su forma de conectar con el mundo que le rodea y socializar. Desde los primeros gorjeos, sonrisas y ajos buscamos la conexión con los demás y tratamos de expresar nuestros sentimientos, necesidades y estados de ánimo.
Esa comunicación va
evolucionando a medida que crecemos, al igual que los soportes y medios para
lograrlo. Porque la necesidad de comunicarnos es infinita e ilimitada durante
toda nuestra vida y una herramienta fundamental para la auto-realización
personal.
Hay quien encuentra el
camino para plasmar su “yo” perfeccionando la comunicación no verbal a través de la pintura, la escultura, la
arquitectura, la alfarería, la fotografía o las manualidades.
Y hay quien
refleja su ser con expresiones tan efímeras y a la vez tan gozosas como la
gastronomía y también existen aquellos, que como yo, escupimos en alma a través
de la escritura.
No me alcanza la
memoria para recordar ese afán mío, más bien la necesidad, de plasmar en una
hoja de papel mi esencia.
Primero fueron las
poesías, desvencijadas y pueriles sobre un cuaderno azul que adorné con
colores. Más tarde llegaron las hojas de papel sueltas y atropelladas como mi
adolescencia, en la que cualquier momento era bueno y necesario para dar rienda
suelta a la tormenta interior que en mí reinaba.
Diarios secretos,
blocs, agendas, incluso las esquinas de los libros que leía en el momento de
sentir la urgencia de explotar en letras. Cualquier soporte era apropiado para
sacar las palabras que se agolpaban en mi alma.
Y claro, no pude ser
otra cosa que Periodista. Lo fui con vocación y por convicción. Y porque no podía,
no quería ser nada más que Periodista.
Con mi máquina de
escribir a cuestas inicié mis primeras incursiones profesionales en el mundo
editorial. Y aquellas teclas… aquellas teclas parecían cobrar vida frente a mí.
Y al ritmo del sonido del carrillo llenaban de letras esa hoja de papel vacía y solitaria que ahora, cual
mariposa salida de un gusano de seda, era parte de mi ser.
Los tachones y el típex
se acabaron con el ordenador, aunque aún guardo con veneración mi primera
máquina de escribir. Sigo el mismo método. Abro la página en blanco y la miro.
Y entonces, todo fluye. Todo sale. Todo toma forma.
Yo no necesito yoga, ni
spas, ni acupuntura. Yo solo preciso escribir. Escribir y liberarme de la carga
de sensaciones que inundan mi interior y que cual médico en el siglo de Oro,
necesito sangrar y dejar brotar para poder equilibrar mi cuerpo y mi mente.
Es la mejor terapia
para buscar en lo más recóndito de mi corazón. Porque escribir es para mí más
fácil que hablar y es mi única forma de comunicarme con los demás. Si quieres
conocerme, léeme porque las palabras que
salen de mi pluma son genuinamente yo.
Escribo lo que pienso,
escribo lo que siento, escribo lo que sueño. Y soy feliz. Porque he encontrado
el canal por el que encauzar mi espíritu arrebatado y mis ansias de decir
aquellas cosas que no salen de mi garganta.
Quienes me conocen y me
quieren me animan a ir más allá. A avanzar en el camino y traspasar las
fronteras del artículo sin más para adentrarme en el mundo de la literatura con
mayúsculas.
No sé si ese momento ha
de llegar, pero como todo en mí, será en el momento menos esperado, el instante
en el que ante una hoja blanca comience a brotar una historia del que no aún no
sé el argumento ni el final pero que seguro será parte de mí.
ANA
GAMERO.
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